¨Límica¨

 
  Florentino López Cuevillas (Foto: @galipedia)
 
 
Por Florentino Cuevillas (La Región, anos 50).
 
Extraído da web de cultura popular do concello de Sandiás.
 
Fuéramos aquella tarde a Montederramo con el propósito de subir a la mañana siguiente a la cima de Sieiro. Ibamos ilusionados con la ilusión de la sierra y de los dilatados horizontes que ella domina, y pensábamos en contemplar la Limia a nuestros pies, con su laguna y sus tres castillos, y el surco verde del valle del Arnoya, y las vegas amplias del valle del Támega; y más lejos los lomos y las cumbres de las grandes sierras: de Queixa y del Caurel y Pena Trevinca y del Montouto. Pero por la noche la lluvia golpeaba furiosa los cristales de nuestros dormitorios, y por la mañana seguía lloviendo y una niebla blanca y espesa flotaba en las alturas de San Mamede. Hubo que renunciar a subir hasta allí, hubo que renunciar a las bellas perspectivas, a la capilla del santo ermitaño y a la linfa de la fuente que nace cerca de sus muros. Y como pecadores, a los que se negara la entrada en sus excelsas mansiones, comenzamos a descender tristemente, al compás de la lluvia que llenaba el fondo de las ¨corgas¨. Bajábamos hacia la Limia, porque eran los últimos de septiembre y nos llamaban la cordial invitación de unos amigos, y la fama de la fiesta de la Sainza con su batalla de moros y cristianos y su Virgen de la Merced, y sus robledas y sus hartos yantares… La Limia es solemne y grave como una campanada, salida de la Berenguela compostelana. Hay tierras cuya alma puede expresarse con las notas de un violín, o con las de una gaita, o de una guitarra, pero en tierra de la Limia ancha, fuerte y llena de una robusta vitalidad, solo puede interpretarse con el sonar del órgano o del bronce. Y ello viene sin duda de su origen palustre, de las tradiciones pasadas, de las junqueras de su laguna, y de la majestad del pueblo romano que cruzó por ella. En la laguna Antela está sumergida la ciudad de Antioquía, no la perla de Siria, sino la otra Antioquía gallega que sólo conocieron viejos paisanos que murieron hace ya mucho tiempo y sobre las aguas de esa laguna vuelen en el verano los ejércitos del rey Artús, convertidos en mosquitos. Todos los paladines de la Tabla Redonda, todos los caballeros del ciclo bretón, que llena una literatura muchas veces secular, que va desde las canciones de gesta hasta Tennyson y Wagner, están allí zumbadores y molestos y cargados, según los médicos, de gérmenes palúdicos; pero ¿qué importan unos escalofríos y unas horas de fiebre si se ha tenido la honra de ser herida por la espada de Lancerote o de Parsifal, o de ser quizá besado por la fresca boca de la reina Ginebra?... La majestad romana pasa por la vía número 18 del Itinerario de Antonio Pio y salpica aún a la propia villa de Ginzo, que apoya el vuelo de uno de sus balcones en la solidez cilíndrica y epigrafiada de una piedra miliaria, pero se aposenta sobre todo junto a Nocelo da Pena, en la ¨Civitas limicorum¨, que el genio investigador de don Marcelo Macías hizo resucitar de entre las ciudades muertas. Ginzo ha sucedido a la antigua Civitas en la capitalidad de la Limia, pero hasta ahora no puede presentar como ella, una lista tan nutrida de hijos ilustres. A un límico que fuera duunvivo y flamín en Tarragona, algo así como alcalde y obispo, le dedicó un monumento la Hispania citerior. Otro, llamado Celer, daba espectáculos gladiatorios en el occidente de la Bética, y otros ocuparon posiciones distinguidas en varias ciudades de la Península, y por último Idacio, el historiador que lloró sobre las ruínas del Imperio, era límico también y nacido en la Civitas. Hay vieja majestad y vieja historia y nobles tradiciones en esta tierra llana, auguereada por grandes charcas y surcada por un río perezoso, que parece querer echarse a dormir en cada rincón, tendido en un lecho de juncos. Hay grandeza en la amplitud del horizonte, y gracia en los ¨carballos cerquiños¨ que rodean los predios, y fresco y manjares delicados a la sombra de los robledales de la Sainza. Habiamos visto la batalla, oído las razones del moro y del cristiano, y rezado una Salve al paso de la imagen de Nuestra Señora de la Merced, y ahora estábamos allí sentados, reposando los comienzos de una digestión laboriosa. Y entonces fue cuando se acercó, llevado por su lazarillo, el ciego de la ¨zanfona¨, que se paró al lado de nuestro grupo, y con fácil improvisación, ayudada por las indicaciones de su guía, empezó a lanzar ingeniosidades rimadas al mozo del traje azul, a la niña del vestido rosa, o al señor del sombreo castaño. De seguro los juglares del medievo debían de hacer lo mismo en las ferias, en las romerías y en las posadas que se escalonaban en el camino de Santiago. Seguía cantando el ciego y tañendo su ¨zanfona¨; y cuando para terminar dijo una copla en loor de la Santa Virgen, me pareció que el Rey Sabio viniera también a la Sainza.

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